lunes, 11 de abril de 2011

“EL RÍO QUE ME LLEVA “.

                                                          “EL RÍO QUE ME LLEVA “
Pronto va a hacer once meses que mi hijo Pablo naciera rozando el día de todos los santos, el uno de noviembre de 1989. La verdad es que no es un mal día para nacer, triste y nostálgico, pero sereno y callado como un mar de margaritas.
A pesar del corto ciclo recorrido, siento sin embargo que he pasado por un  largo sendero por las razones que luego explicaré, si bien queda otro más largo aún por recorrer.
No ha sido fácil la vida en casi ya un año. Confieso que no soy héroe alguno, tampoco un hombre al uso, de manera que acogí la notica de que el bebé era síndrome de Down con una angustia similar, pienso, a la de un reo condenado a muerte. No creo exagerar. Sin embargo he ido remontando la corriente como un viaje a la esperanza del que quiero relatar algunas estampas. La razón no es otra que ofrecer mi experiencia a los padres que todavía se descuelgan al fondo del pozo sin hallar la luz, y a los que, sin saberlo, pudieran ser algún día padres de un niño Down.
El instante del primer llanto fue intenso y pleno de gozo, un grito tierno que campanilleaba mis oídos. El niño rompió a llorar tras abandonar el abrigo cálido de la madre, y yo estaba allí, apretando las manos de mi mujer como queriendo quitarle el dolor del parto; y confieso que aquellos instantes presagiaban sólo felicidad. Pasaron unos segundos, y el médico me comunicó la tara del recién nacido: Síndrome de Down”, que  traduje inmediatamente como “mongólico “. Vida y muerte se yuxtapusieron sin tregua para la reflexión. Recuerdo sentirme como el equilibrista que asciende a lo alto ejecutando elegante un doble salto, y descender vertiginoso sin encontrar la red que amparase la caída. Los días siguientes, los meses que resbalaban estúpidamente entre mis manos, resultaron amargos, torpes, sin luz, y el túnel se prolongaba infinito hacia la Nada.
Todo pasa, dice el poeta, pero sobretodo si el paso se ha dado causado, comprendiendo los motivos por los que las cosas buenas y malas nos ocurren. Y de esta forma sucedió un encadenado acontecer de sucesos que habrían de cambiar aquella actitud oscura.
Fue, en primer lugar, conocer la existencia de lo que ya se conoce como “la estimulación precoz “, cimiento no definitivo, pero garante del desarrollo armónico e integral del Down. Siempre he confiado en los programas, antes que en las improvisaciones, de manera que tomar conciencia de este singularísimo método de aprendizaje me tranquilizó, y hasta me hizo entrever para estos niños un futuro diferente.
 La relación con los profesionales   fue otro suceso importante: tener la certeza de no estar solo es un hecho esencial que suaviza el dolor, que entonces mitigó mi dolor. Las primeras palabras de aliento me llegaron de la Fundación Down de Cantabria, concretamente conversé telefónicamente con Jesús Flórez, científico y médico,  padre de una niña con el mismo síndrome. Sólo me separaban dos días del nacimiento de Pablo, y vivía entonces una penosa convulsión. Aquello fue un fulgor, un alumbramiento inicial. Luego sobrevinieron algunos sucesos, sobre todo el hecho del apoyo de mis compañeros de trabajo. Y al final, en Alicante, trabajamos con un equipo de excelentes profesionales que confirmaron mi convicción de que era posible la esperanza. Esponjoso barro es éste donde anclamos la nave.
No es justo si en este concurso de causas no mentase la labor de mi mujer. Ella aceptó la realidad del Down serenamente. Recuerdo que sus ojos brillaban leves, su cara no reflejaba la lucha desatada en el parto, y cuando le dije que nuestro hijo no era como la mayoría, de sus labios cayó un susurro que decía: “eso no importa nada, saldremos adelante “. Desde hace once meses ella es una idea bastante fiel de la madre que lucha ilusionadamente por arrancar de su hijo respuestas y estímulos. Y su ejemplo valiente, sincero, combativo, me tranquiliza cada noche.
Pero debo añadir algo con rotundidad: quien me arrastra a la esperanza como río rabioso es la presencia de mi hijo. El me ha dado, más que nadie, las alas para empezar a volar. Hoy es el día que ya articula algún sonido; ríe con ocasión de estímulos distintos; hasta carcajea cuando mi cara cosquillea la suya como leve caricia; corre de un lugar a otro con su mirada, o la detiene en algún motivo atractivo; y sobre todo me mira con sus ojos claros como el amanecer para romper a sonreir. Durmiendo lo contemplo, abatido después de un día de trabajo, y siento que vuelve a brotar el amor escondido en alguna parte. Esa es toda mi esperanza y mi presente.
Me queda por reflexionar lo que va a pasar con todos los niños que padecen esta enfermedad. Brevemente diré, aún sabiendo que es una opinión personal y voluntarista, que no hay razones para el pesimismo. La sociedad vive cada día más sensibilizada con las cuestiones de su entorno, especialmente con los problemas de las discapacidades.
Seamos prudentemente realistas creyendo que nuestros hijos van a encontrar el cauce adecuado de desarrollo y la aceptación de la sociedad. ES un motivo de consuelo el avance que se ha dado en el conocimiento científico y pedagógico del Síndrome de Down. Cada día se sabe más de este tema, lo que garantiza un futuro mejor. Los padres somos también una parte principalísima en este asunto. Actualmente los logros de las asociaciones y fundaciones son muy superiores a las de hace años, y de nosotros depende en buena medida sus condiciones de vida.
       
No quiere por ello decirse que no haya problemas. Existen, y muchos. Pero viéndo y comprendiendo a nuestros hijos, hemos de vencer la atonía para apostar definitivamente por ellos y por el mañana. No dudemos en situarnos en esta actitud de lucha y esperanza porque ella es posible.


   PABLO Y SU HERMANA , 1996
                                            José Manuel Fanjul Díaz

Alicante. 1990

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